Aunque la traducción al español de la célebre novela de Haruki Murakami es muy reciente, lo cierto es que la obra –originalmente titulada Norwegian Wood, al igual que la película- se publicó en Japón en 1987. Desde entonces, han sido varios los intentos de adaptarla a la pantalla, algo a lo que el autor se negó en redondo hasta que apareció Tran Anh Hung, director de clásicos de culto como El olor de la papaya verde (1993) o Cyclo (1995). Un cineasta de prestigio pero con una aparente rémora que desde aquí no percibiremos: es vietnamita, con lo cual su visión tiene cierta perspectiva extranjera. Algo que se diluye, no obstante, al haber rodado en Japón y con actores nipones.

Lo mejor que se puede decir de la película es que está a la altura del libro. Preserva su espíritu, tanto en lo narrativo como en los ambientes y en los personajes. La historia parte de un flashback que le sobreviene al protagonista masculino, Watanabe (Kenichi Matsuyama) cuando escucha el tema de los Beatles Norwegian Wood, que automáticamente le retrotrae a sus años universitarios en el Tokio de los 60. Ahí se reconstruirán las intensas vivencias de una juventud en la que el aprendizaje personal y sentimental irá indisolublemente unido al descubrimiento del dolor, el amor y la sexualidad. Inteligentemente, el director apura la primera parte de la historia, la más iniciática -con el suicidio de su mejor amigo como catalizador principal-, contándolo todo de una forma concisa y acelerada, para a continuación recrearse en los momentos más melodramáticos: cuando, tras reencontrar a la que fuera novia del chico muerto, Naoko (Rinko Kikuchi), ahora internada en un centro psiquiátrico, entabla un complejo triángulo amoroso con ella y una compañera de universidad, Midori (Kiko Mizuhara).

Es ahí cuando la historia alcanza su carácter más arrebatador, respirando un romanticismo que es capturado en su sentido más clásico y exacerbado. La vida de los protagonistas se va construyendo a través de diversas pérdidas y la zozobra juvenil es representada de una forma insoportablemente bella. Sensualidad y locura, placer y dolor, realidad y ensoñación, confrontación y autoconocimiento, amor y muerte, conviven en un inevitable desequilibrio que engancha e hipnotiza, al tiempo que aprehende la vida con la máxima visceralidad. La magnífica partitura del guitarrista de RadioheadJonny Greenwood –que se consolida como un más que solvente compositor de bandas sonoras tras su recordada participación en Pozos de ambición, de Paul Thomas Anderson– se adhiere a un deslumbrante estilo visual que oscila entre el ensimismamiento y la convulsión. Una película demoledora de la que resulta muy difícil salir indemne salvo que uno haya perdido ya la inocencia por completo.

Fuente: Notodo.com

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